… para quitarse los estorbos que la vida nos va poniendo, tener serenidad,
objetividad y ¡salud! Pero perdonar se vuelve un tabú en esta sociedad.
Como toda terapia, es una práctica para curar muy seria, pedir perdón es un
término fuerte al que difícilmente la gente se anima, es doloroso,
vergonzoso, un acto que ha sido interpretado como forma de sometimiento por
lo que es renegable e inaceptable, inaudito e incluso hay quienes jamás
nombran ni nombrarían la sola palabra “perdón”, ni aunque tuvieran que
hacerlo, buscarían la forma de evadirla, ni aunque hiciera referencia a un
tercero, porque simplemente no la reconocen en sus ámbitos.
Esta dinámica, a la que me di el privilegio de llamar “terapia del perdón”,
no incluye, de ninguna manera, ese concepto de sometimiento que implica el
perdón para la generalidad. Existen quienes la utilizan con este propósito:
unos no la usan para no someterse y otros persiguen a toda costa que unos la
emitan para así someterlos. Esto es muy frecuente en ciertos medios, un jefe
que busca someter a un empleado puede acosarlo e inventar una situación que
lo obligue a pedir perdón y así sellar su relación, como un gato que orina
su territorio, lo que les es “funcional” en quien ignora el propósito final
–mucha gente, sobre todo jóvenes–, o en quienes lo saben pero no pueden
actuar en contra. … Como unas monjas de mi infancia que obligaban a pedir
perdón por actos no cometidos, inventados por ellas mismas, y en particular
me orillaron en algunas ocasiones a la circunstancia de puños y labios
apretados para no llorar pero con las lágrimas cayendo por el chaleco, para
luego aplicar el ahora reconocido “bulling” frente a un grupo de niñas –pero
¡lo conseguí, no pedirlo!–. No, ni Buda ni Jesús se refieren al perdón de
esta índole, ni creo que el Dalai Lama lo hiciera ni que Dios lo
estableciera, sino al que alivia, al perdón que sana.
Este “perdonar” no es fácil, por lo anterior y por los orgullos, el ego, la
soberbia, los prejuicios, el pudor, y un sinfín de pruritos que lo han
convertido casi en un tabú, que están ahí al momento de ponerlo en práctica
y hay que pelear con ellos.
Tampoco se trata de ir a buscar a la gente para pedirle perdón o a
perdonarla. No, porque incluso nos lo puede tomar a mal, a causa de los
razonamientos anteriores, o porque no está de humor o porque ya se le olvidó
o porque no entiende el motivo o porque no está en su momento o porque puede
ofenderse, o simplemente, envanecerse, lo que provocaría una situación peor
de la que se pretende arreglar. No. No es necesario porque el acto mismo es
para quien lo realiza, para sanarse uno mismo, no para los demás; los demás
deben sanarse ellos solos, por su propia voluntad. Consiste únicamente en,
desde nuestra conciencia y nuestro plexo solar, ejercer el perdón en todas
sus formas, dándolo y solicitándolo –aunque la persona a quien se dirige lo
ignore– de ida y vuelta, en ambos sentidos, perdonar y pedir perdón, darlo y
recibirlo, haciendo el ejercicio –en la imaginación, si se quiere llamarle
así– de charlar con la persona, con uno mismo. Es una reflexión profunda.
Pero una vez sobrepasada la primera batalla, sucede la sensación de alivio,
de lavarse en aguas refrescantes y cristalinas, se alcanza la “iluminación”,
o el convencimiento de lo que es esto.
No quiero hablar de milagros porque la “magia” es “natural”, es verdadera:
una serie de sustancias y neurotransmisores estarán corriendo por el
organismo una vez que se cumple el perdón dentro de uno mismo, para así
modificar el estado del cuerpo, convertir acidez en alcalinidad, y con ello
nuestra disposición a la vida.
Esto también se consigue en el psicoanálisis, con la diferencia de que éste
se tarda unos seis años, si bien nos va; otras terapias psicológicas toman
menos tiempo, unos cuatro, o la Gestalt, quizás con suerte, dos. Y el camino
es arduo, en general, dolorosísimo. Debe haber otras terapias con más o
menos similares resultados.
La del perdón, si se tiene buena disposición, en unos minutos se concluye;
si hay barreras, horas o días.
Hace menos de dos décadas, a pasos agigantados los estudios científicos
sobre la risa concluyeron que ésta produce endorfinas y dopamina y la
posibilidad de curarnos nosotros mismos o, al menos, ayudarnos a la
curación, con una mentalidad y una disposición a la vida en equilibrio, sin
odios ni rencores ni enojos ni tristezas… sin ese estar rumiando que
“fulanito me hizo esto y lo otro y yo le voy a responder”… bla bla. Porque
es cierto, son muy comunes las frases: “le voy a dar en…”, “así le va a
ir…”, “éste me va a conocer…”, “va a saber con quién se metió…”, “la
venganza es dulce…” y lo peor es que son respuestas a tonterías como que se
volteó en la calle para no saludar, se metió en su bolsa el encendedor,
desapareció su libro, cerró la puerta en sus narices, se le olvidó avisar su
horario, se vistió igual. Pero, además, si alguien recomienda dejar esa
actitud, se lo interpretan como ¿cursi? ¿anticuado? o ¿moralina? ¿falsa
modestia? ¿hipocresía? Inevitable surge la pregunta: ¿qué harían si se
tratara de algo realmente grave?... Y ¿cómo estará su organismo? ¿su
corazón? ¿sus relaciones afectivas? ¡Qué difícil se contempla, entonces, la
vida! ¿cómo vivir así? Y me sorprendo a mí misma cuestionándome ¿cómo
aceptaba esa vida?
No mucho tiempo después, las investigaciones colocaron frente a nosotros
este milagro en este siglo: La Naturaleza nos dotó de este don sanador,
perdonar “de ida y vuelta”, para nuestro conocimiento y práctica, o quizás
para que reconozcamos a esta Madre Tierra, le agradezcamos, aprendamos a
respetarla y le hagamos reverencia: nuestros organismos producen lo
necesario para tener una buena vida.
Este don sanador son los efectos que producen la alcalinidad y la acidez en
nuestro organismo en su funcionamiento, los que nos muestran que la acidez
excesiva produce y alimenta el cáncer y las enfermedades, y la alcalinidad
nos da salud.
La acidez la produce el cuerpo humano en hormonas como la adrenalina y la
cortisona a partir de las penas, las preocupaciones, los dolores, el estrés,
la tristeza, la ira, la depresión, obviamente rencores y rencillas,
envidias, codicia, el deseo de “poder”, de venganza, la ambición desmedida,
etc, –estos son los sinsabores– estas últimas porque provocan estrés,
tristeza, rencor en el intento de la consecución, por carecer de eso que se
desea.
Y lo contrario es con la alcalinidad: de hormonas y neurotransmisores como
la serotonina producidos por la alegría, la risa, el bienestar, el amor, el
afecto, el apapacho, el abrazo, nuestra salud mejora. Aquí, mi insistencia
en que ¡la misma Naturaleza nos está dando la clave!
No se refuta, de ninguna manera, que sustancias como la adrenalina y la
cortisona sean útiles y necesarias, por alguna razón las creó la Naturaleza,
se ha comprobado lo eficaces que son para salvarse en un accidente o un
desastre, o para detener un abuso como el de unas monjas frente a una niña
que se niega a pedir perdón. Pero esto es tema aparte; mientras tanto,
pongamos atención a la Naturaleza.
Entonces, si se tiene una frustración por no haber conseguido el puesto
deseado, esa frustración estará produciendo acidez. Si se sufrió un asalto a
mano armada o violación, la impresión por el evento estará produciendo
acidez prácticamente por el resto de la vida, cada vez que el inconsciente
lo recuerde. De igual manera sucede con cualquier tipo de pérdida o
decepción, sea en mayor o menor grado, un trauma de la infancia, “un
pendiente”, el evento estará produciendo acidez prácticamente cada vez que
algo, cualquier detalle, provoque que el inconsciente lo recuerde. Acidez que
no escatima rangos sociales. Esto es, por ejemplo, si un empresario ansía
comprarse un yate pero el negocio que creyó saldría “redondo” para obtener
el dinero que cubriría su costo, no funciona, su frustración por no adquirir
ese yate le producirá acidez, la cual actuará en su contra dentro de su
organismo; esto es: su ambición le causa un daño, es decir, él solo, sin
ayuda de nadie, se causa un daño a sí mismo. Si un hombre desea a una mujer
que ya tiene pareja y no lo ama, sucede lo mismo; y si planea obtenerla no
obstante, pues sucederá peor. Si se desea lo de los demás y se desea
arrebatárselo a toda costa, es mucho peor, los actos implicados en ello,
provocarán engaños, tensión por el temor de ser descubierto, envidia,
soberbia, enojo y rencilla que son los sentimientos que mantienen ese deseo
hasta su consecución, frustración si no se obtiene el objeto de deseo,
deseos de venganza, etc; y si alguien constantemente está hablando de
venganza por cualquier insignificancia, obviamente se está produciendo
acidez en la misma forma y frecuencia. Es decir, quien incurre en estas
actitudes se está haciendo daño a sí mismo aunque diga que goza con la
venganza, ¡vaya contradicción! Y me he detenido en este punto porque
abundan, de modo escalofriante, las personas que hablan de venganza como si
se tratara de una salida de fin de semana con los amigos, la fiesta: con gusto
y sonrisa.
Esta “terapia”, aunque suena a durar unos cuantos minutos, que es lo que se
toma de tiempo cuando hay disposición, no es una tarea que se lleve a cabo
de la noche a la mañana como parte de la rutina, las barreras con las que se
topa a veces pueden parecer muros infranqueables. El convencimiento completo
de que funciona, de que alivia, puede tardar años; uno quizás se convenza un
día y decida practicarlo de momento, o tal vez por haber tenido resultados
extraordinarios en un caso particular lo practique y, al día siguiente, lo
olvide. Es una decisión, sí. Y, al practicarlo, es muy probable estar
recomenzando cada vez o, después de creer que ya se domina, tener que
recomenzar como si nunca se hubiera hecho antes.
Sin embargo, la frescura de un amanecer en un manantial de aguas cristalinas
lo hace muy deseable.
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